Mi realidad escolar
Pensando en lo que dijo Sergio el último día, quería aprovechar esta última entrada para abrirme un poco más. Creo que hablar desde un lado tan personal no es nada fácil, sobre todo cuando sabes que estás un poco expuesta a los demás.
Siempre me han preguntado por qué elegí ser profe, y la verdad es que nunca lo he tenido del todo claro. No fue una de esas vocaciones que tienes desde pequeña. Me gustaba jugar a serlo, sí, pero creo que era más por lo mucho que me gustaba hablar que por otra cosa. Sobre todo de pequeña (ahora me he vuelto un poco más cerrada).
De pequeña era una niña con muchísimo carácter. No paraba de hablar y esa actitud hacía reír a todo el mundo. Me da un poco de vergüenza decirlo, pero jugaba un montón con mi madre a las compras. En el centro comercial, le llevaba montones de ropa, como veinte perchas de golpe, aunque yo ya sabía que no me iba a hacer mucho caso. Mi madre me decía que no podía atenderme porque estaba liada con otras cosas, pero yo le decía: “¡No pasa nada, tú no me contestes, que yo sigo hablando!”, y me quedaba ahí, charlando sola sin importarme. Incluso las dependientas se acababan riendo y me dejaban ayudarles a pasar a la gente al probador, porque no paraba de ofrecerles mi ayuda, solo por lo mucho que me gustaba hablar con la gente, sin parar. Siempre que me acuerdo me hace mucha gracia, porque era yo en estado puro.
La verdad es que, aunque era super extrovertida, la realidad del colegio me sorprendió bastante. Este año me he dado cuenta de lo diferentes que pueden ser las experiencias de cada uno. Hablando con la gente de clase, muchos recuerdan su colegio con mucho cariño. En mi caso, no fue así.
Creo que llevaba tanta ilusión encima que me acabé desilusionando. Sobre todo en cuarto de primaria, que fue cuando sentí que ya dejaba de ser una niña. Ese año me lo pasé muy bien, pero fue cuando pasé al siguiente curso que todo empezó a ser diferente.
Mis compañeras se reían de los demás y hablaban de cosas que a mí no me interesaban. Pensaba que así era el colegio y no le di mucha importancia. Pero al final me cansé de esa actitud y empecé a plantearme todo lo que no me gustaba. Y ahí fue cuando me convertí en el objetivo de sus bromas.
Creo que hay mucho tabú sobre el bullying. Yo no diría que sufrí bullying como tal, pero sí sentía que intentaban agotarme todo el tiempo. Y eso, para mí, ya es una falta de respeto bastante grande. Por suerte, nunca dejé que me hicieran creer lo que me decían, ni que era mi culpa, aunque la verdad es que lo pasaba mal.
A partir de ahí, empecé a perder amigas y compañeros. Recuerdo que me encantaban las exposiciones, pero siempre escuchaba risitas o comentarios de fondo, así que le cogí miedo. Se lo contaba a los profesores, les decía cómo me sentía, pero me respondían que ya éramos lo suficientemente mayores como para resolver los “conflictos” entre nosotros.
El problema es que yo nunca había tenido “conflictos” así y no sabía cómo manejarlos. Aun así, nunca pensé que la gente era "mala", más bien me preguntaba por qué actuaban así y por qué les parecía divertido ser así.
Se reían de cómo iba vestida la gente, y a mí me hacían lo mismo tanto si formaba parte de su grupo como si no. Que si el pelo, que si la ropa, que si el maquillaje... Siempre tenían algo que decir.
Lo peor fue cuando me echaron del grupo. Se ponían a quedar a mis espaldas y me mandaban audios con insultos o diciendo que la gente por la calle hablaba mal de mí y que me quedaría sola. Incluso metían a más gente en los audios... Todo para hacerme sentir mal.
Cuando llegué a primero de la ESO, me alejé de esa gente y al principio todo iba bien. Pero enseguida me di cuenta de lo tóxicos que podían ser los grupos: Siempre había alguien con malas intenciones a quien todos seguían, y cualquier cosa que contabas, lo acababan usando en tu contra.
Con el tiempo, me di cuenta de que cada año, en cada grupo que conocía, siempre pasaba lo mismo; tal vez porque me preocupaba demasiado por tener amistades diferentes, donde la gente se preocupe por los demás y no por lo que buscan aparentar.
Eso me fue haciendo más madura, pero también una persona más reservada y que tiende a sobrepensarlo todo. Sin embargo, había algo que siempre me sacaba de esa timidez; cuando alguien hablaba mal de otra persona, y lo más común en ese momento, era cuando lo hacían los profesores.
Siempre me sorprendió que, después de todo lo que había vivido en el colegio, hubiera adultos capaces de dejar en ridículo o de ser poco respetuosos con un alumno. Así que, cuando podía, intentaba defender a los demás. Lo hacía con respeto y con calma, porque no me gustaba buscar problemas, pero me costaba mucho quedarme callada cuando veía algo injusto. Y claro, a nadie le gusta que le digan las cosas, aunque ellos sí se sentían con el derecho a juzgar a los demás. Esa contradicción me costaba entenderla.
La verdad es que muchas veces acababan echándome fuera de clase, pero luego venían a pedirme disculpas y reconocían que no habían actuado bien. Hoy en día, cuando me ven, siempre me saludan muy contentos y me preguntan cómo estoy. A partir de ahí, empecé a llevarme genial con los profesores. Aprendí a hablar con ellos, a entenderles, y también a darme cuenta de que yo les podía ayudar a ver las cosas de otra manera. Muchas veces confiaban en mí y contaban conmigo para alguna cosa, lo que me dio fuerzas para empezar a pensar en cambiar las cosas.
Con el tiempo, dejé de darle tantas vueltas a por qué la gente hace lo que hace (algo para lo que, nuestra asignatura de sociología, me hubiera venido genial en ese entonces). Y, sin buscarlo, algunos compañeros empezaron a acercarse otra vez. No como antes claro, pero sí para pedirme disculpas. Aunque, siendo sincera, más que arrepentimiento, parecía que lo hacían para quedarse tranquilos ellos mismos.
En segundo de Bachillerato estuve sola en la graduación. No porque no tuviera compañeros o gente con quien hablar, sino porque ya estaba tan acostumbrada a protegerme que mantenía relaciones cordiales, nada más.
Así que, a pesar de estar rodeada de gente, experimenté la graduación como si estuviera sola. Hasta que llegó mi hermana con un ramo y me hizo llorar. Ella siempre sabe cómo recordarme quién soy, por eso siempre digo que es mi mejor apoyo. Sin ella, no sería yo. No sería esa Laura chiquitita que aparece cuando me rodeo de mi familia.
Tal vez todo lo que viví con mis compañeros y profesores fue lo que realmente me llevó a querer ser profesora.
Por un lado, quiero tener la oportunidad de cambiar un poco la relación entre profesores y alumnos, desde los dos lados.
Por otro lado, en la escuela suele haber dos tipos de alumnos: En primer lugar, están los que son vistos como "problemáticos", los que a veces dejan de lado a otros o provocan conflictos. Y por el otro, los que reciben esas actitudes y, al final, terminan buscando explicaciones o intentando encajar y agradar. Aunque a simple vista parezcan muy distintos, en el fondo tienen algo en común; crecen en un sitio donde, en vez de prepararlos para un mundo que muchas veces no es como uno espera, se les enseña a encajar y a seguir adelante como pueden.
Me gustaría que los niños tuvieran una educación más real, que les ayudara a entender cómo es vivir en un mundo que no siempre cumple lo que esperamos. También quiero que aprendan cosas que a mí me hubiera gustado que me explicaran. A veces pienso que hay personas que no entienden por qué lo que piensan o hacen no está bien, y creo que es porque nunca han tenido a alguien cerca que les ayudara a verlo. Y eso, al final, evitaría muchas cosas.
Ahora, en esta nueva etapa, he dejado atrás los rencores. Pero de todo lo que viví en la escuela me han quedado dos cosas: La costumbre de estar callada, de no confiar enseguida, de medir lo que digo, hago o me río, por miedo a lo que piensen los demás. No quiero que esto suene triste, simplemente es una nueva forma de ser por todo lo que viví, y está bien, igual que si fuera súper extrovertida. La vida cambia, tiene subidas y bajadas, y he aprendido a aceptarlo. Hay tiempo para ser como uno quiera ser, a su manera y en su momento.
Y también me ha quedado esa sensibilidad de sufrir mucho cuando veo sufrir a otros. Vivo cualquier injusticia o dolor ajeno como si fuera mío. El otro día, en una práctica de teoría de la educación, hicimos una dinámica de debate en un colegio. Había un niño que destacó muchísimo, se notaba que le encantaba participar; no paraba de hablar, y además sus respuestas cada vez eran mejores. Pero la gente empezó a murmurar, pidiendo que se callara y llamándolo "friki". Fue entonces, y en otras muchas ocasiones, cuando me surgió esa necesidad de estar al lado de personas como él, porque sé lo que es pasar por eso. Y no solo de estar a su lado, sino también tratar de entender a todos los que, en algún momento, sintieron la necesidad de pensar o actuar así, sin darse cuenta (o sí) del daño que podían causar.
En cuanto a cómo podría aplicar mis ideas en la práctica docente, uno de los primeros cambios que considero necesarios en la escuela es dejar de ver la educación emocional como algo exclusivo de las familias. Está muy extendida la idea de que hay cosas que los niños deben aprender en casa y que la escuela solo debe transmitir contenidos. Sin embargo, el profesor enseña a personas y esas personas no son simples recipientes de conocimientos; tienen sentimientos, vivencias y realidades que no pueden ni deben separarse de la tarea educativa. Son aspectos que forman parte del día a día escolar y que, por lo tanto, deben tratarse ahí mismo.
No podemos pedirle a un niño que reproduzca en la escuela lo que aprendió en casa, porque son dos entornos muy distintos. A veces, los mensajes que reciben en ambos lugares incluso se contradicen. Los valores que les transmiten en casa pueden chocar con lo que viven en la escuela, y es injusto esperar que lleguen totalmente preparados cuando, en realidad, gran parte de su vida diaria sucede dentro del colegio.
Por eso, lo primero que yo cambiaría sería aclarar esta idea: En la escuela no solo enseñamos a saber y a saber hacer, sino también a saber ser. Es fundamental que como docentes expliquemos a los niños lo que ocurre y lo que puede ocurrir en su vida diaria, además de las consecuencias de convivir en sociedad. También, debemos ayudarles a nivel personal: A autorregular sus emociones, a expresarlas con libertad, a entender las situaciones y a reconocer sus límites. A mí no me enseñaron a gestionar todo eso, y creo que hoy los docentes sí tenemos esa función, porque somos quienes hemos vivido esas realidades y los que sabemos cómo abordarlas.
Por todo esto, creo que es necesario reestructurar el sistema educativo, no solo en contenidos o competencias, sino en la manera de integrar los aspectos emocionales y sociales en el aula. No hace falta crear un área específica, pero sí es imprescindible que el docente se sienta responsable de trabajar estas cuestiones. Si en medio de una clase surge la oportunidad de ayudar a los alumnos a ser mejores consigo mismos y con los demás, hay que aprovecharla.
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